CUANDO FLOREZCAN LOS CEREZOS
El jardín explotaba en un exuberante verdor mientras el
paso de un invisible pincel dejaba rastros de color, aquí y allá, de las flores
que recibían a la primavera esa mañana. Dos revoltosos gorriones jugaban alrededor de
un bebedero persiguiéndose alternadamente, llenando el aire con piruetas de complicadas filigranas.
Suzume*, sentada, observaba con celo la escena a través de
los cristales de su ventana. Bebió lentamente el último sorbo de té y buscó el pequeño
puff que le oficiaba de mesa para reposar sobre el platillo, la taza. Tras un
suspiro volvió a ajustarse en sus manos las flojas liadas de improvisados
vendajes hechos de jirones de tela blanca.
Le habían dicho que no… que no se podía… que ya se había
hecho todo lo humanamente posible… que la ciencia médica había agotado todos
los recursos y ya nada quedaba.
-¿Y para cuando sería eso? – Le preguntó al médico, en
ese mismo jardín, en la última visita a su casa.
- Será al final de este invierno, cuando entre la primavera
– Y señalando el árbol que se mostraba lirondo en ese invierno, añadió – Cuando
ese cerezo llene de flores sus ramas –
¡Lo amaba tanto, Que no podía hacerse a la idea de
perderlo! Esa terrible enfermedad lo
había postrado, Ya no podían bailar juntos bajo el árbol en una lluvia de pétalos. Pero lo tenía allí, para conversar con él largas horas por
las tardes, Podía despedirse, después de arroparlo, con un beso enmejillado por
las noches y despertarse junto a él, con una sonrisa, en cada mañana.
Debían continuar juntos el camino. Ella no iba a rendirse… ¡No!
Haría lo que estuviera a su alcance para defender su vida.
Por ayudarlo a vivir, aunque ello comprendiera ver teñirse, todos los días, los vendajes
de sus manos con nuevas y frescas manchas granas.
Por eso hoy, como todas las mañanas después de entrada la
primavera, cruzó decidida el jardín en busca de la escalera, la apoyó junto al
árbol para alcanzar sus ramas y fue pinzando con sus dedos cada nuevo brote que encontraba. El cerezo al ver menguada, con el cotidiano pinzamiento, su exigencia
de savia soltaba, cada día, nuevos y más duros brotes en la necesidad imperiosa
de poblar sus ramas con sus acotumbrados ramilletes de flores rosas-blancas.
Le acompañaban dos pájaros homónimos de nombre y ausentes del vuelo entregando un piar elogioso desde el otro extremo del árbol apoyados, uno
contra el otro, en el mecer de una rama.
Suzume* pagaba con uñas rotas, lacerados nudillos y heridas en sus manos el precio de lograr que, al menos en su jardín, no
floreciese el cerezo. Mientras, sonreía
pensando en el sorprendente hecho de que con ésta llevaba ya tres enteras primaveras
lastimándose las palmas.
*Suzume: Gorrión
Mai Hoshimura *Sakura Biyori*
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