sábado, 24 de marzo de 2012

PLUMAS EN EL CRISTAL


PLUMAS EN EL CRISTAL



Los faros delanteros del automóvil dibujaban con sus luces el sinuoso trazado de la cinta asfáltica. La noche diáfana permitía a sus estrellas, desde lo alto del cielo, contemplar el ir y venir inquieto de la humanidad. Él, con sus manos sobre el volante, miró de reojo la figura a su derecha. Con su cabeza ladeada sobre el cabezal y una suave sonrisa en su cara, Tamara, dormía. Se retrotrajo a los comienzos de su relación y se encontró nuevamente luchando contra  los miedos de ella tan arraigados, profundos. Que se le habían hecho carne dentro de su propia carne sin que ella los pudiera apartar.

La infancia de Tamara no había sido feliz. Sentía que desde niña sus seres queridos la abandonaban. Primero perdió a su hermano, luego a su padre y por último a su madre al poco de enfermar. Así, la conoció sola, vagando por el mundo, reclamando por afecto como un pájaro con sus alas rotas en busca del nido de otro pájaro para dejar de temblar.

Él se había convertido en ese pájaro. Él la iba a cuidar. ¿Cuántas veces le hizo decir… -Te quiero -? ¿Cuántas veces prometer que no la iba a abandonar? ¿Cuántas veces le juró fidelidad? Y él lo hizo con gusto porque la amaba y se le había hecho tan necesaria como el mismo aire que le daba vida al respirar. Necesitaba de ella tanto como ella necesitaba de él. Porque él también tenía sus miedos convertidos en fantasmas arrastrando negras túnicas sobre el amor que se tenían y su naciente felicidad.

Esperaba sorprenderla con la casa que había rentado. Perdida entre los árboles del bosque, a unas pocas cuadras del mar. De paredes blancas con pizarras rojas. Un verde césped y lajas al andar. Tenía una hamaca esperando en la rama más fuerte de un árbol para cuando ella quisiera columpiarse debajo del cielo y cubrirse con plumas para volar. Sería inolvidable esta luna de miel, donde los dos, recíprocamente podrían arrancarse los miedos redactando de nuevo las reglas obsoletas y caducas de los tiempos pasados, presentes y futuros del verbo amar.

Por las ventanillas del automóvil junto al aire de la noche se percibía el aroma a hierbas  y flores desde los campos sembrados,  mientras el salitre dejaba en la boca el sabor inconfundible de la cercanía del mar.

Miró de vuelta el dulce rostro de Tamara. Este se iluminaba de una forma curiosa por momentos,  merced a la luz de los vehículos  que cruzaban. Parecía una baliza alertando en el camino.  Un faro enclavado en la escollera comunicando al navegante un no encallar. Como una advertencia premonitoria. Un avisar…

De pronto. Dos grandes faros de un camión que avanzaba en sentido contrario se cruzaron de carril fundiendo sus soles contra el parabrisas del automóvil con el subsiguiente ruido  de cristales rotos y metal aplastado, en un choque imposible de evitar. 

Él sintió su sangre tibia correr por su cuerpo y un viento frío llenando de nubes su mirar. Pronunció su nombre, primero en susurros, luego más fuerte, para al  final gritar…

Unas fuertes manos lo arrancaron de entre los hierros, alcanzó a ver que auxiliaban a Tamara y se sintió aliviado al verla respirar. Quiso avanzar hacia ella pero no pudo, Las manos se lo llevaron, lejos, hacia una luz blanca, enceguecedora, que  inundó su alma de una paz infinita haciéndolo flotar en el aire y se dejó llevar…

Por la mañana, Tamara, entreabrió un momento sus ojos, en la cama de urgencias del hospital.  Le alcanzaron esos instantes para ver, en la ventana, un pájaro que, en vano intento de cumplir promesas, estrellaba su vuelo, una y otra vez contra el traslúcido cristal.

***

Soledad Bravo – Cuando tú te hayas ido
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