EL SEXTO
MANDAMIENTO (*)
Los ojos de
Lourdes permanecían fijos en la mancha de humedad que se destacaba en el techo.
Por momentos le semejaba un
murciélago con alas extendidas, por momentos un dragón vomitando fuego y otras
veces un grifo de afiladas garras. Le bastaba, para verla cambiar de forma, una
sola y simple pestañada.
Soportó cada
uno de los embates del cuerpo que la acometía, fría e indiferente, hasta que un
último gemido, ajeno a su garganta, decidió morirse en sus oídos como muere, exhalando
su hálito de vida, un jabalí salvaje herido de muerte, por afilada y certera
flecha, en un cerrado coto de caza.
Escapó,
entonces, del peso sobre su cuerpo y, poniéndose de pie, se dirigió hacia el
sanitario envolviendo su desnudez con los extremos del lienzo de la cama.
Dejando tras de sí, al caminar, las caricias muertas de una estela de sábanas
blancas.
Atrás quedó
en el lecho la figura masculina sin siquiera pronunciar palabras que, como
único epílogo del acto consumado, encendió un cigarrillo soltando al aire largas
volutas azuladas.
A los primeros
pasos se arrebataron de llanto los ojos de Lourdes. Le embargaba un sentimiento
profundo de culpa y vergüenza. Roto el cordel del collar de sus lágrimas rodaron, desde la severa palidez del rostro, hasta
el suelo, un manojo triste de perlas saladas.
Frente al
lavatorio se acusó al espejo, devolviéndose insultos e injurias en el filo oscuro
de su torva mirada. Abandonando el lienzo, penetró en la ducha y al girar del
manillar dejó a su piel estremecerse bajo el generoso chorro del agua…
El jabón
buscó la esponja. La esponja se llenó de espuma. La espuma recorrió sus brazos,
su pecho y su espalda y frotó su intimidad hasta que la sintió arder como
encendida brasa. Se frotaba con fuerza como queriendo arrancar la culpa que le pesaba
al alma.
¡Maldita la
hora en que accedió a la entrega!... ¡Tantos años de virginidad guardada, para
ofrecerla y perderla, así… sin un ápice de placer, de sentimiento, de nada…! Y
a pesar de haber consentido el encuentro se sintió sucia y violada.
¿Por qué,
nunca nadie le advirtió que para que tenga magia ese momento, debería haber
amor entre los dos que se liaban y que no basta el encierro apretujado de los
brazos ni el humedecer con sudores los entre pliegues de una cama?
Sí le
dijeron: ¡Dale!... ¡Proba!... ¡Anímate!... ¡Todas lo hacemos!... Y la
curiosidad pudo más y ese “Todas…” la empujó a decir sí a una petición que, la
hiciera quien la hiciera, tuvo, para otros, una respuesta denegada.
¡Tantos años
de misa y catolicismo! ¡Tantas horas de Biblias abiertas entregadas a la marca
roja de una cinta y al resaltador amarillo en los textos llamativos de las
páginas!...
Y recordó…
(*) 6º: No cometerás actos impuros.
¡Justo ella, maestra catequista de su iglesia y
que en la coral del domingo era de las cinco, la del medio, cantando sobre la
primer grada.
Mientras se
enjuagaba, su mente, intentó justificarse pensando que, a esa misma hora, en
distintas partes del mundo, algunas cerca otras más lejos, al momento que ella
lo hacía infinidad de desconocidas mujeres también retozaban. Pero, esto en vez
de mitigar su culpa la hizo sentir parte de una gran orgía globalizada por lo que comenzó nuevamente a enjabonarse con más fuerza todavía, tanta que comenzaron a marcarse en su piel
grandes manchas rojas como estigmas delatores de su atormentada falta.
***
Koko – Bolero
para una virgen
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